[ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]atenuar la luz de las linternas y entrar en el túnel que nos llevaría a la ciudad. Sólo el instinto
pudo habernos salvado, pues razón nos quedaba poca.
Danforth había perdido totalmente el dominio de sí mismo, y cuando pienso en el
resto de nuestra huida, lo primero que recuerdo es su voz que entonaba una fórmula histérica.
Los ecos de esas palabras, salmodiadas con una voz muy aguda, resonaron entre los chillidos
de las aves, bajo las bóvedas, y los entonces -gracias a Diosvacíos corredores que quedaban
atrás. Danforth no comenzó en seguida su canto, pues si no no estaríamos vivos. Me
estremezco al pensar qué habría sido de nosotros si su reacción nerviosa se hubiera
presentado antes.
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Librodot En las Montañas Alucinantes H.P.Lovecraft
-South Station Under... Washington Under...Park Street Under... Kendall... Central...
Havard...
-El pobre diablo enumeraba las estaciones familiares del túnel Boston-Cambridge, en
nuestro suelo natal, a miles de kilómetros de distancia. Y sin embargo, la salmodia no me
parecía irrelevante ni fuera de lugar. No me inspiraba sino un profundo horror, pues yo sabía
muy bien qué monstruosa analogía la había sugerido. Habíamos esperado, al mirar hacia
atrás, ver una terrible y móvil entidad (si lo permitía la bruma) de la que nos habíamos
formado una idea bastante clara. Lo que vimos -pues las nieblas se habían aclarado
demasiado- fue algo muy distinto e inconmensurablemente más detestable y odioso. Era la
realización objetiva de lo que el novelista fantástico llama «las cosas que no deben ser», y si
es posible compararlo a algo tendría que hablar de un enorme tren subterráneo, lanzado a toda
velocidad, tal como se le ve desde el andén de una estación, en la extremidad de un túnel
infinito constelado de luces coloreadas, y que llena exactamente la prodigiosa cavidad así
como un pistón llena un cilindro.
Pero no estábamos en el andén de un tren subterráneo. Estábamos en las mismas vías,
mientras la horrorosa y plástica columna, negra, fétida e iridiscente, venía hacia nosotros cada
vez a mayor velocidad, levantando a su paso torbellinos de aquella bruma pálida. Era algo
terrible, indescriptible, más enorme que cualquier tren subterráneo; un conglomerado de
burbujas protoplásmicas, débilmente luminosas, y con miríadas de ojos provisionales que
aparecían y desaparecían como pústulas de luz verde. Venía hacia nosotros aplastando
pingüinos y deslizándose sobre aquel piso brillante que sus semejantes habían limpiado tan
diabólicamente de obstáculos. De nuevo volvió a oírse el grito sobrenatural: i Tekeli-li!
Tekeli-li!. Y al fin recordamos que los soggoths, habiendo recibido de los Antiguos vista,
pensamientos y órganos plásticos, y sin otro lenguaje que aquel representado por los grupos
de puntos, no tenían tampoco otra voz que las de sus amos desaparecidos.
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Danforth y yo recordamos, no muy claramente, haber llegado a la vasta torre circular
y haber rehecho nuestro camino a través de las habitaciones y corredores ciclópeos de la
ciudad muerta. Pero todo esto no es hoy para mí sino fragmentos de un sueño donde nada se
decidió libremente ni hubo ningún esfuerzo físico. Fue como si flotásemos en un mundo o
dimensión nebulosos sin tiempo, causas ni orientación. La luz gris del día que bañaba el es-
pacio circular de la torre nos calmó bastante, pero no nos acercamos a los trineos, ni miramos
otra vez al pobre Gedney y el perro. Tienen una extraña y titánica tumba y espero que nada
irá a turbar su reposo hasta la desaparición del planeta.
Mientras subíamos penosamente por la rampa prodigiosa, sentimos por primera vez
una fatiga y un ahogo muy grandes a causa del aire enrarecido, pero no nos detuvimos hasta
llegar al universo normal. Había algo de apropiado en nuestra despedida de aquellas épocas
sepultadas. En el curso de nuestra ascensión por aquel cilindro de treinta metros de alto,
pudimos ver a un lado una serie ininterrumpida de esculturas heroicas: el adiós de los An-
tiguos, grabado hacía cincuenta millones de años.
Llegamos al fin a la cima, y nos encontramos con un montón de piedras. Al oeste se
veían unas murallas todavía más altas, y al este los picos de la cordillera se alzaban más allá
de unos edificios tambaleantes. Al sur, el sol de medianoche bañaba con una luz roja los
contornos irregulares de las ruinas, y el abandono de la ciudad parecía aún más compacto en
presencia del paisaje polar. Sobre los edificios, el cielo era una masa opalescente de tenues
vapores. El frío intenso nos helaba los huesos. Dejamos cansadamente en el suelo los sacos
en que guardábamos el equipo, y que no habíamos soltado en el curso de nuestra desesperada
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