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me acostaré en la puerta, viviré allí, dormiré allí. Y
permaneceré así hasta que salga mi hija y pueda
verla, al menos una vez.
8
Nombre de la antigua cárcel de París. (Nota del traductor).
161 / Alexandre Dumas
El hombre le preguntó si estaba dispuesta a
hacer todo lo que se le ordenara a cambio de la
promesa de salvar a su hija, y ella aseguró que
estaba decidida a todo. Él expuso sus condiciones:
debería pedir perdón a la reina por los ultrajes que le
había hecho, dejar de perseguirla y ayudarla a huir si
se presentaba la ocasión.
—Tú haz lo que puedas por la reina y yo haré lo
que pueda por tu hija —le dijo.
La mujer contestó que a ella no le importaba la
reina, comenzó a desvariar, para terminar cantando
un estribillo revolucionario. El hombre parecía
asustado de este principio de locura y dio un paso
atrás; pero ella le retuvo por la capa y le hizo
prometer que salvaría a su hija.
—¿La salvarás? —preguntó.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cuando la lleven desde la Conserjería al
cadalso.
—¿Por qué esperar?, ¿por qué no esta noche?
¿ahora mismo?
—Porque no puedo.
—¡Ah!, tú no puedes; pero yo sí. Yo puedo
perseguir a la prisionera, como tú le llamas; puedo
vigilar a la reina, como tú dices, aristócrata; puedo
entrar a cualquier hora del día o de la noche en la
prisión. En cuanto a que se salve: ya veremos. Una
cabeza por otra, ¿vale? La señora Veto ha sido reina
162 / Alexandre Dumas
y Héloïse Tison sólo es una hija; pero en la
guillotina todos somos iguales.
—Sea —dijo el hombre—. Sálvala y yo la
salvaré.
—Jura.
—Lo juro.
La señora Tison se puso a llorar con tales gritos
que se abrieron varias ventanas. Entonces avanzó
hacia el hombre otro individuo que pareció
despegarse de la pared.
—No hay nada que hacer con esta mujer —
dijo—. Está loca.
—No; es una madre.
Los hombres se alejaron y la señora Tison quiso
seguirlos, pero en la primera esquina los perdió de
vista.
Sonaron las diez. En el Temple, a la luz de una
lámpara humeante, la reina releía una nota escrita en
un papel diminuto. La nota decía:
Mañana, martes, pedid bajar al jardín, lo que
os concederán sin dificultad, dado que existe una
orden para que se os conceda este favor siempre que
lo pidáis. Después de dar tres o cuatro vueltas,
fingid estar fatigada, aproximaos a la cantina y
pedid a la Plumeau permiso para sentaros en el
local. Allí, al cabo de un instante, simulad
encontraros peor y desvaneceros. Entonces se
cerrarán las puertas para que se os pueda socorrer
y os quedaréis allí con vuestra hermana y vuestra
163 / Alexandre Dumas
hija. Enseguida se abrirá la trampa de la cueva.
Precipitaos con ambas por esta abertura y estaréis
salvadas las tres.
—¡Dios mío! —dijo la princesa—. ¿Nos
abandonará nuestro infeliz destino?
—¿No será una trampa esta nota?
—No —dijo la reina—. Estos caracteres
siempre me han revelado la presencia de un amigo
misterioso, pero valiente y fiel.
—¿Es el caballero? —preguntó la princesa.
—El mismo.
—Releamos la nota con el fin de que, si una de
nosotras olvida algo, se acuerde la otra —dijo la
reina.
Las tres mujeres se aplicaron a la lectura;
estaban terminando cuando oyeron abrirse la puerta.
La reina ocultó la nota entre sus cabellos. Quien
había entrado era un municipal, que acudía
extrañado por permanecer las mujeres levantadas
hasta tan tarde. Un instante después, se apagaba la
lámpara y las tres mujeres se acostaron.
Al día siguiente, la reina se levantó a las nueve,
releyó una vez más la nota y la redujo a pedazos casi
impalpables antes de reunirse con su hermana y su
hija. Un instante después llamaba a los municipales.
—¿Qué quieres, ciudadana? —preguntó uno de
ellos, apareciendo en la puerta.
—Señor —dijo María Antonieta—, salgo de la
habitación de mi hija, que está muy enferma. Tiene
164 / Alexandre Dumas
las piernas hinchadas y doloridas porque hace muy
poco ejercicio. Usted sabe que soy yo quien la ha
condenado a esta inactividad; teníamos autorización
para pasear por el jardín; pero, como temíamos pasar
ante la habitación que ocupó mi marido, he preferido
pasear por la terraza.
»Sin embargo, este paseo es insuficiente para mi
pobre hija. Por eso le pido que reclame en mi
nombre al general Santerre el permiso que me fue
concedido.
El hombre dijo que le parecía justo y que se lo
comunicaría a Santerre. La reina pidió su desayuno,
y la princesa permaneció acostada para dar mayor
verosimilitud a su enfermedad.
A las once llegó Santerre y el municipal le
comunicó la petición de la reina. Santerre dijo que
no había ningún inconveniente, y advirtió al batallón
de guardia: [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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