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estrella... le faltaba la voz y la flexibilidad suficiente de garganta. Tenía mucho gusto, sentía infinito, en
el timbre había una extraña pastosidad voluptuosa, que era lo que llamaba Bonis voz de madre; sí,
hablaba aquel timbre de salud, de honradez, de discreción femenina, de dulzura doméstica; pero... era
poca voz para los grandes teatros. Y, además, se movía poco la garganta: como una virgen demasiado
gruesa se parece a una matrona, la voz de la Gorgheggi tenía, siendo ella aún muy joven, un enbonpoint,
decía Mochi, que la quitaba la agilidad, la esbeltez... En fin, ello era que, a pesar de estar él seguro de
que allí había un corazón y un talento de gran artista y un timbre originalísimo, seductor... no teníamos
verdadera estrella de primera magnitud. Esta convicción que adquirió antes Mochi, llegó al cabo a la
conciencia de Serafina; mas fue el secreto mutuo, si vale decirlo así, de que jamás se hablaba. Fue la
tristeza común quien los unió más que su trato amoroso y sus intereses; pero fue también el origen y
causa permanente de ocultos rencores, de humillaciones viles. Mochi, por amor propio, por vanidad de
hombre de negocios, no quiso dar su brazo a torcer, confesarse que se había equivocado uniéndose a
Serafina para explotarla. ¿No era una gran artista? Pues era mediana, y era además una mujer muy
hermosa, y, más que hermosa, seductora. Pensando, como en una prueba de habilidad, en que no se
había casado con ella, en que podía separarse de su negocio en cuanto fuese gravoso, se atrevió a
comerciar con su hermosura y él mismo le puso delante la tentación. Serafina, la primera vez que cayó
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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en ella, cayó, como tantas otras, seducida por la vanidad, por la lujuria exaltada de la mujer de teatro,
por el interés: su primer amante, a quien quiso un poco, de quien estuvo muy orgullosa, fue un general
francés, duque, millonario. La venganza que Mochi se reservó para hacer pagar a su discípula la infidelidad
espontánea, que él mismo había provocado, pero que le dolía, fue dejarla ver que él lo sabía todo y que
el duque era su mejor amigo y protector. Los regalos que Serafina ocultaba no eran la mitad del provecho
que de tales relaciones había sacado la compañía. Siempre sereno, siempre risueño, feroz y cruel en el
fondo, Mochi hizo comprender a su amiga que aquella tolerancia del maestro continuaría, y que era
indispensable para tener nivelados los presupuestos de la sociedad. Lo que no hacía falta era explicarse
directamente; lo que allí hubiera sido repugnante, según el tenor, era un pacto explícito; no hacía falta.
Además, él continuaba siendo amante de su discípula, y por rachas le entraba un verdadero amor a que
ella debía corresponder, o fingirlo a lo menos. Pero lo principal era lo principal, y cuando se presentaba
un partido, Mochi se reducía al papel de marido que no sabe nada; esto ante Serafina; ante el nuevo
galán no era ni más ni menos que para el público, el maestro, il babbo adoptivo.
El segundo devaneo de Serafina, en Milán, ya no fue espontáneo. Aceptó como aceptaba una contrata
en un teatro, porque lo exigía el otro, Mochi. También ella creía de buen gusto guardar las formas; hacía
como que engañaba a su amante y director artístico. Y algo le engañaba, porque, vengándose a su vez de
aquel miserable comercio a que se la condenaba, daba a entender a Mochi que sólo por interés y obediencia
aceptaba los galanteos provechosos, y que en el fondo sólo a su maestro quería.
Mochi creía algo de esto. «Sí, ella me quiere ya; y me quiere a mí sólo: si no fuera así, se escaparía;
con los demás finge por interés y por obedecerme.»
Lo cierto era que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido infiel de todo corazón desde la
primera vez; pero al verse vendida, le dolió el orgullo; creía que Mochi estaba loco por ella, y cuando
advirtió que era cómplice de sus extravíos, lo cual demostraba que no había tal pasión por parte del
tenor, se sintió más sola en el mundo, más desgraciada, y experimentó el despecho de la mujer coqueta
que, sin querer ella, desea que la adoren. Aquel comercio infame la dolía más que la repugnaba; en su
vida de teatro, en la que entró ya seducida, enamorada del vicio, no había tenido ocasión de adquirir
nociones de dignidad ni de amor puro; aquella mezcla del amor y el interés le parecía sólo producto de
su oficio; que la hermosura tenía que ser el complemento del arte para ganar la vida, lo admitía, sobre
todo desde que ella misma estuvo convencida de que jamás llegaría a ser prima donna assolutissima en
los grandes teatros.
Pero lo que lastimaba lo que llamaba ella su corazón, era la complicidad de Mochi. «Yo hubiera [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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