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árboles donde quedaron adormecidos con profundo sueño.
Durmiendo los encontró Cisco, al caer la tarde. Y dijo a su mujer:
 El muerto llevaba cuarenta pesos y sé dónde está.
 ¿Dónde?
 Allá abajo, cerca la toma.
Y señalando el confín de la playa, que en ángulo se perdía en la falda del cerro, añadió:
 ¿Ves revolotear allá abajo a los cuervos? Pues en aquel sitio está.
 ¿Y por qué no vas a cogerle el dinero?  le interrogó la hembra.
Cisco no repuso. Y ella insistió:
 No seas tonto. Con ese dinero tenemos para comprar una yunta joven, y la tuya está ya
vieja: no puede más. ¡Cuarenta pesos ! No los ganas en un año...
Cisco no puso mayor resistencia; el argumento le pareció convincente y decisivo.
Se encaminó hacia sus huéspedes, que acababan de despertar, y les dijo:
 Voy a regar mi huerta, y les ruego cuidar la casa, porque llevo a mi mujer.
Hizo una seña a la consorte, empuñaron las herramientas y se internaron en la fronda del
arbolado.
La tarde estaba serena y tibia. El viento había cesado y reinaba profunda calma en el follaje.
Las aves, por bandadas, revoloteaban en torno a sus madrigueras, gorjeando a plena
garganta. Había mirlos canoros de rojo pico, azulejos, gorriones, jilgueros negros de alas y
pecho amarillos, torcazas cenicientas. En la fronda se oía el aleteo de las medianas; el silencio
estaba poblado de trinos y la tierra exhalaba vaho tibio y perfumado. En el éter triunfaba el
azahar.
Anduvieron algunos minutos por un sendero abierto al borde del acantilado, sobre la playa
rumorosa y pedregosa, y por entre los altos perales cargados de fruto y cuyas ramas pendían
sobre el abismo. Iban silenciosos, mascando hojas de coca y rumiando halagüeños pensares.
Al doblar un recodo, bruscamente se detuvieron y se miraron azorados. En sus rostros se pintó
una viva inquietud: una víbora acababa de atravesar el camino por la siniestra, y ésa era señal
de mal agüero.
 ¿Has visto?  preguntó Cisco con acento inseguro.
 Sí. No hay remedio. Tenemos que regresar; algo nos pasaría si seguimos.
 ¡Hay que regresar!...
Dieron media vuelta, y sin volver la cabeza, a paso lento, deshicieron lo andado.
¿Y qué les decimos?  inquirió el esposo cuando estuvieron por llegar a la casa.
 La verdad. Si mentimos, puede que nos pase algo.
No hablaron más. Pero al día siguiente y cuando los forasteros acaronaban sus bestias para
emprender el interrumpido camino Cisco, simplemente, sin conceder gran importancia a sus
palabras, les dijo:
 Habría que ir a ver lo que rondan los cuervos allá abajo; pudiera que sea él.
Se consultaron los otros. Cachapa arguyó:
 ¿No será un perro muerto?
 Puede; un perro o un hombre muertos. Los cuervos no revolotean en torno de las rosas.
Resolvieron ir. La distancia quedaba corta y no era inútil intentar la última prueba, pues lo más
que podría ocurrirles era perder una media jornada, y ellos la d recuperarían andando de
noche, ya que las bestias estaban reposadas y comidas y había en el cielo anuncios de luna
nueva.
Los acompañó el valluno.
Al acercarse al sitio en que revoloteaban los cuervos, tuvieron que buscar cosa de una hora
para dar con el cadáver y acaso no lo habrían conseguido si por indicación de Cisco no
tomasen la precaución de seguir la dirección en que miraban los voraces animales, que en sus
revuelos pesados y lúgubres se cernían en torno de un solo punto, sobre las aguas del río.
Fue Agiali quien, detrás de un peñón en una especie de remanso, vio una piedra lodosa con la
forma de un pie. Dio con el suyo una patada, y sintió una masa blanda y elástica que le hizo
correr un temblor por el cuerpo...
Se pusieron al trabajo, y a la media hora retiraron el cadáver de Manuno. La única
preocupación de los dolientes fue ver si aún llevaba el rotobo de dinero. Allí estaba fuertemente
anudado alrededor del cuello, y tan fuertemente que hubo necesidad de cortar a cuchillo el
pañuelo.
Trasladaron el cadáver y lo enterraron esa misma tarde, en el cementerio de hacienda, sobre
una colina que dominaba el valle, pelada de verdura. A Cisco le obsequiaron un cuarto de
carnero seco (chalona) y algunos puñados de pescadillo asado (chispi), y partieron casi [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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